Artículo: Dormir en una kommunalka

Ayer, tuve problemas para dormir. Me dolía la espalda y me fue difícil encontrar la posición perfecta. El sofocante calor del verano español tampoco me ayudaba, así que saqué mi teléfono móvil y me puse a ojear algunas fotos de cuando me mudé a Rusia por primera vez.

En mi interior despertaron algunos sentimientos en un orden extraño; primero nostalgia, luego rabia, más tarde alivio... Fui pasando las fotos con el dedo hasta que me detuve en una bastante peculiar de 2017. Era la foto de un viejo sofá verde, cochambroso y lleno de polvo. Al principio no lo pude identificar bien. "Será el sofá de mi abuela", pensé. No podía ser el sofá de mi abuela, en Rusia no.

Aquel sofá sucio y viejo era la cama en la que dormí durante seis largos meses en Rusia. Era una cama diferente, manchada de sueños, esperanzas y algo más pegajoso de un veinteañero soltero. Aquel singular mueble se encontraba en el callejón Vilensky de San Petersburgo, creo que en el número 8, la kommunalka de San Petersburgo en la que me hospedé con mucha ilusión e inocencia hasta que lograse mudarme a otro lugar más decente.

Una kommunalka, para los que no lo sepan, es un piso patera de la Unión Soviética. Basta con imaginar un piso viejo y destartalado de cuatro habitaciones distribuidas en un largo pasillo. Cada habitación tenía su propio contador de luz sobre la puerta. Por supuesto, había zonas comunes, como el pasillo, el baño y la cocina, aunque no muy grandes. El baño estaba dividido, es decir, la ducha y el váter se encontraban en cuartos diferentes. Sinceramente, para un españolito europeo como yo, un novato en la Madre Patria, fue algo bastante impresionante a lo que traté de acostumbrarme.

Las habitaciones no eran suites de lujo. Disponían de lo básico para "sobrevivir"; una cama, un armario y poco más. Mi habitación, en cambio, no tenía nada de eso. Tan sólo contaba con un aparador gigante con muchos platos y copas de cristal, una mesa enorme de roble macizo que ocupaba media habitación, una gran alfombra en el suelo y aquel ridículo sofá rompe-espaldas. Parecía más un salón que un dormitorio, y eso es lo que sería en el pasado al fin y al cabo.

La habitación tampoco era muy luminosa. Dos grandes ventanales daban a un pequeño patio cerrado por el que apenas entraba la luz. Cada mañana, cuando me levantaba, veía el mismo paisaje; una fría pared de cemento de la que a veces colgaban uno o dos uzbekos que reparaban los frecuentes apagones eléctricos.

En mi kommunalka había cuatro habitaciones, eso quiere decir cuatro familias con las que tenía que convivir. Lo peor es que yo no tenía ni idea de ruso, lo que hacía más difícil la convivencia. El primer día allí conocí a una joven rusa muy amable. Se llamaba Nastya (Anastasya) y vivía en la habitación de al lado. Ella era la única persona que sabía hablar un poco de inglés y me explicó cómo funcionaba todo. Me contó que cada dos semanas había limpieza general, que el grifo de la ducha tenía demasiada presión y que casi todos los muebles de la cocina tenían otro dueño. Me contó muchas cosas importantes, pero sus preciosos ojos azules hicieron que lo olvidase casi todo. En efecto, era una joven muy guapa, pero hacía algunas cosas muy extrañas… Por ejemplo, solía ducharse con la puerta del baño abierta aun sabiendo que en casa estábamos solos ella y yo…

También conocí a una abuelita encantadora que vivía en la habitación del fondo del pasillo, junto al baño. Aunque no hablaba mucho con ella, a veces me dejaba tocar su piano. Mientras yo tocaba canciones soviéticas de oído, ella apuntaba cosas en un cuaderno. Un día me mostró algunas páginas y me quedé impresionado. En cada página había dos listas paralelas; la de la izquierda tenía palabras en ruso y la de la derecha su traducción al español. Todo era léxico del ejército y la guerra. Así descubrí que las palabras tanque, granada, bomba y pistola en ruso no eran muy diferentes en mi idioma.

La experiencia en la kommunalka habría sido fantástica si no hubiera conocido a Aleksei... Aleksei era un ucraniano loco y agresivo que medía casi dos metros de altura. Tenía casi sesenta años, vivía con su mujer y su hijo, y lo peor de todo, era instructor de boxeo. Si no hacías lo que te pedía, se ponía en guardia y te retaba a una pelea agitando los puños delante de tu cara. Para colmo, el tío era un maniático de la limpieza, aunque hay que reconocer que le gustaba vivir como los cerdos.

El primer día, sin conocerme, Aleksei me ordenó que limpiase todo el piso. Por supuesto que me negué. Allí había suciedad por haber estado tres años sin pasar la escoba. Para que os hagáis una idea, el pasillo estaba lleno de sus trastos; bicicletas rotas, zapatos desperdigados, una nevera que no funcionaba y, en un rincón, dos pilas de neumáticos que a saber para qué las querría. Obviamente, las cosas no mejoraron desde que me negué a limpiar su mierda.

Todo comenzó cuando un día invité a mi amigo Anton. Estábamos dentro de la habitación, tomando el té con sirniki tranquilamente cuando de pronto oímos unos pesados pasos fuera en el pasillo. Era Aleksei, estaba gruñendo y murmurando cosas. Mi amigo me tradujo lo más importante: “¿Quieren guerra? Pues van a tener guerra…”

Las siguientes semanas fueron un infierno. Aleksei no me dejaba usar ningún mueble ni electrodoméstico de la cocina, pues decía que todo era suyo y lo compartía con quien él quería. Mientras que yo no podía cocinarme una triste kotleta, él y su familia desplegaban una gran mesa en la cocina y se ponían a comer tranquilamente todos los días. Gracias a Dios, entonces en Rusia todavía había restaurantes de McDonald’s. Así conseguí sobrevivir durante un tiempo.

Aleksei tampoco me permitía utilizar mi lavadora. Aunque era nueva, él y su mujer se quejaban de que hacía mucho ruido y de que se paseaba por toda la cocina mientras ellos estaban comiendo. Muchas veces iba al trabajo con la ropa sucia, a veces con un olor terrible, hasta que un amigo ruso me llevó a una lavandería y me enseñó algunas palabras básicas. Como era pobre, siempre compraba la misma marca barata de detergente; Miff. Recuerdo perfectamente la cara de la propietaria de la lavandería. “¡¿Miff?! Ariel es normal pero… ¡¿Miff?! ¡¡Es una mierda!!” Supongo que estaba preocupada de que le rompiera su lavadora con mi detergente, así que me dejó usar su Ariel. Me ofendió. Para mí, Miff era bueno, pero vale.

Aunque me las apañaba como podía, la guerra no había terminado. Una mañana, salí a la entrada para ponerme las deportivas (en Rusia, es habitual quitarse el calzado antes de entrar en una casa y dejarlo junto a la puerta) con la sorpresa de que ya no estaban. Busqué por todo el pasillo hasta que finalmente los encontré dentro de una bolsa de basura. La excusa de Aleksei era que “las deportivas olían mal”. Por supuesto que olían mal, él no me permitía usar mi lavadora…

Por si todo esto fuera poco, el ucraniano loco también me prohibió entrar en el baño. Como no podía salir de casa sin ducharme, me gastaba medio salario en desodorantes y toallitas higiénicas. Si por la noche me entraban ganas de hacer pis, aprovechaba alguna botella de agua vacía. Al día siguiente, la tiraba discretamente en un contenedor, y cuando llegaba al trabajo, si mi jefe no estaba, yo entraba en su baño privado para hacer el resto de mis necesidades. Fueron los seis meses más asquerosos de mi vida, aunque no todos los días fueron así de guarros. Con el tiempo, supe calcular el horario de Aleksei, cuando salía de casa y cuándo volvía, qué días trabajaba y qué días se iba a la dacha para descansar con su familia. Así conseguía usar el baño sin que me viera. Supongo que aprendí a usar ese instinto de supervivencia con el que todos los rusos nacen. De alguna manera han sabido sobrevivir a tantas guerras y sanciones.

Pero en este artículo no quiero hablar tanto de cómo era vivir en aquella kommunalka. Volviendo a la fotografía, me gustaría hablar de lo incómodo que era dormir en aquel sofá verde. Para empezar, era demasiado pequeño. Apenas medía un metro y medio. Es cierto que se podía plegar a modo de cama y que así aumentaba su tamaño, pero el uso continuado y el paso del tiempo lo habían endurecido. La esponja ya no amortiguaba los duros bordes de la estructura de madera y mi espalda lo sufría. De modo que lo único que podía hacer era encogerme y dormir como un feto.

Así aguanté dos meses hasta que decidí acercarme al Ikea para comprar una cama en condiciones. Entonces también había un Ikea en el barrio de Parnas, y bastante grande he de decir. Allí también me compré una cocina eléctrica. La coloqué en el antepecho de una de las ventanas de mi habitación. Sólo así pude comer otra cosa que no fuera cheeseburguer o McNuggest. Eso sí, las cortinas terminaron como la piel de un dálmata.

Buscar la cama ideal en Ikea fue todo un reto. Mi sueldo ruso no me permitía comprar ni la más pequeña, así que opté por comprarme una cama hinchable. Volví a casa con la cama bajo el brazo y una estúpida sonrisa en la cara, como esa persona que se compra un coche nuevo o se va a casar al día siguiente.

Ya en casa, abrí la caja con mucho entusiasmo. Para mi disgusto, no venía con hinchador. No era un problema. Estaba tan eufórico que podía ser capaz de usar mis pulmones durante un buen rato. Soplé, soplé y soplé más… Al cabo de unos minutos, terminé de color rojo y medio muerto en el suelo. Pero había merecido la pena; la cama estaba lista.

Aquel día quería quería terminar rápido en el trabajo para llegar cuanto antes a casa y probar mi nueva cama. Yo estaba seguro de que era muy cómoda y aguantaría muy bien mi peso. Además, era ligera y la podía apartar cuando quería más espacio en la habitación. Al puñetero sofá ya no quería ni verlo. Le deseaba lo peor; que lo tirasen al contenedor de la basura, que lo quemasen e incluso que nunca lo hubieran fabricado. Ya me las podía apañar sin él. Por fin podría dormir como un rey. Sin embargo, los buenos tiempos siempre terminan rápido, vaya. Una noche, sin previo aviso, la cama hinchable decidió que ya había disfrutado bastante.

Tengo un problema y es que por las noches soy muy inquieto. No puedo dormir del tirón en una sola posición, sino que tengo que ir cambiando para poder conciliar el sueño. Así lo he hecho siempre. Obviamente, en el sofá no podía hacerlo porque me caía, por eso nunca logré descansar bien y por eso decidí comprarme la cama. ¡Y qué lástima de cama! Me costó alrededor de dos mil rublos. ¡Y qué lástima de dos mil rublos!

Una noche me moví demasiado, y aunque la cama estaba colocada sobre la alfombra, debió de haber rozado con algún objeto punzante… A eso de las tres de la madrugada, fui notando como si la cama fuera descendiendo poco a poco, y yo me sentía como si me fuera empequeñeciendo. Abrí los ojos de sopetón. Me desvelé. El techo se estaba alejando y yo empezaba a notar la aspereza de la alfombra en mi cabeza. La cama se estaba deshinchando... No pude hacer nada. Con mucha impotencia dejé que el destino me engullera poco a poco hasta que la cama tocase el suelo con su último aliento.

Me levanté en medio de la noche sin saber qué hacer. Una cosa estaba clara, tenía que mudarme de allí cuanto antes. Miré el reloj, eran casi las cuatro y al día siguiente tenía que madrugar. Tenía que dormir. Me volví hacia mi viejo amigo, aquel pequeño y cochambroso sofá de color verde. Lo miré con resignación. Él me devolvió la mirada decepcionado, disgustado, pero con los brazos abiertos. Yo estiré los míos e hice crujir mi espalda para que el batacazo no fuera demasiado grande. Despacio, me senté en el sofá, adopté mi acostumbrada posición fetal y traté de dormir unos meses más.