La cultura rusa está llena de michis. Probablemente los más conocidos sean el siberiano Bajun, personaje muy recurrente en los cuentos populares rusos, Behemot, el negrito malhablado que anda a dos patas en "Maestro y Margarita", y Matroskin, el simpático y alocado gato de la serie infantil "Prostokvashino" (literalmente Leche Cortada). Pero en lo inmensa que es Rusia, hay una ciudad cuya historia es imposible de contar sin los gatos: San Petersburgo.
No es casual que muchos petersburgueses ilustres les tuvieran tanto afecto. De Stravinsky conservamos una foto en la que se ve achuchando a su gato California, y el adoptivo Pushkin les dedicó algunos versos en sus escritos. Y es que desde sus empantanados inicios los ciudadanos de San Petersburgo siempre han sufrido los estragos de las ratas. No en balde en los sótanos del museo Hermitage patrullan decenas de vigilantes felinos cuya principal, y arriesgada labor, es mantener a raya a los roedores para evitar que destrocen la base del edificio y eso provoque un derrumbamiento. Pero más allá de su efectividad en el control de plagas, los gatos han tenido un peso considerable en la historia de la ciudad, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial. Y aunque parezca sorprendente, se podría decir incluso que sus habitantes les deben la vida.
"Nunca convencerás a un ratón de que un gato negro trae buena suerte."
Graham Greene (1904-1991), novelista británico.
En 1939, pese a que Hitler firmó un pacto de no agresión con Stalin al comienzo de la contienda, los nazis bloquearon la ciudad de San Petersburgo (entonces llamada Leningrado) poco tiempo después. Durante casi tres años, la ciudad permaneció acorralada de modo que sus habitantes no podían ni entrar ni salir. Este plan no fue tan absurdo como suena. Hitler tenía a sus órdenes a un grupo de nutricionistas que había calculado cuántos días podía estar un ruso sin comer hasta morir de inanición. Y en parte, acertaron en sus cálculos, porque muy pocos viven hoy para contar aquel infierno. Mi suegro, que entonces era un crío, fue una de las pocas personas que sobrevivieron.
La comida se agotaba porque los suministros no hallaban manera de acceder a la ciudad. La gente, desesperada de hambre, hacía cualquier cosa por llevarse algo a la boca. Elaboraban raciones ridículas de pan con virutas de madera y aprovechaban los cristales rotos de las ruinas de una fábrica de azúcar (bombardeada) para endulzar el té, pues el caramelo que impregnaba los fragmentos de vidrio podía disolverse en una taza de agua caliente. Conforme el bloqueo se volvía más hermético, la gente comenzó a comerse a los perros, a los caballos que tiraban de los carros, a las ratas... pero sobre todo a los gatos callejeros, que entonces había muchos en la ciudad. Lena Mujina explica en su diario que un gato les daba para comer diez días.
Sobre ese contexto, ahora encontramos en las redes multitud de vídeos y relatos sobre Vaska, la gata petersburguesa que durante el sitio de Leningrado consiguió salvar a una familia. Cada día, la gata escapaba del refugio y regresaba horas después con una presa en la boca; normalmente una paloma o una rata. Así los refugiados consiguieron sobrevivir a la hambruna, cocinando aquellas alimañas en sopas y estofados que no dudaban en compartir generosamente con el felino. La familia nunca quiso desprenderse de su amiga cazadora, y la cuidaban muchísimo, pues temían que otras personas hambrientas la cazaran a ella.
Todavía hoy los petersburgueses guardan mucho respeto a los gatos, aunque quizás no tanto como en Estambul. En cualquier caso, recorriendo la ciudad se pueden encontrar algunos monumentos levantados en memoria de los que se sacrificaron durante el bloqueo, y también se pueden visitar algunos locales y cafeterías donde te puedes tomar un café raf en compañía de estos peludos. Claro, siempre habrá personas que eviten esos sitios y que no entiendan nuestra enfermiza pasión por los gatos. ¿Y qué más? Pues que no les busquen los tres pies.